domingo, 10 de mayo de 2020

ASEDIO AL ALCAZAR DE TOLEDO



El asedio del Alcázar de Toledo fue una batalla de gran valor simbólico que ocurrió en los comienzos de la guerra civil española. En ella se enfrentaron fuerzas gubernamentales compuestas fundamentalmente por milicianos del Frente Popular y Guardias de Asalto contra las fuerzas de la guarnición de Toledo, reforzadas por la Guardia Civil de la provincia y un centenar de civiles militarizados sublevados contra el Gobierno de la República. Los sublevados se refugiaron en el alcázar de Toledo, entonces Academia de Infantería, Caballería e Intendencia, acompañados de sus familias. Las fuerzas republicanas empezaron el asedio sobre el fortín de los sublevados el 21 de julio de 1936 y no lo levantarían hasta el 27 de septiembre, tras la llegada del Ejército de África al mando del general José Enrique Varela, haciendo Franco su entrada en la ciudad al día siguiente.



Toledo, en armas
Tras el Alzamiento, fueron muchas las ciudades en las que se generalizaron los combates callejeros. Una de ellas fue Toledo, donde se destacaron varios enfrentamientos entre grupos armados y las fuerzas del orden. Tal era la situación y la falta de información que, el 18 de julio, el comandante militar de Toledo y coronel director de la Escuela Central de Gimnasia, José Moscardó, decidió viajar a la capital para tratar de discernir lo que estaba ocurriendo en el país:

«El coronel Moscardó se había trasladado a Madrid con intención de recabar información sobre la situación en el mando de la División Orgánica a la que su comandancia militar pertenecía; en aquellos días preparaba además el coronel (…) la marcha de algunos atletas y la suya propia a la olimpiada que pronto comenzaría en Berlín. Regresado durante la tarde a Toledo, ya conocedor del levantamiento del Ejército de África y del confuso y violento ambiente que reinaba en Madrid, donde pudo ver por la calle civiles armados, acudió a su comandancia y ordenó el acuartelamiento de la escasa guarnición», explica el escritor y experto en historia Francisco Martínez Canales en su obra « Toledo 1936. Asedio y liberación del Alcázar », de la colección « Guerreros y batallas » editada por « Almena »

Sin ambages, el coronel decidió apoyar la sublevación y resistir en Toledo hasta el último hombre. No obstante, en principio prefirió no dar cuenta de ello al gobierno republicano, pues sabía que necesitaba de todo el tiempo disponible para reunir la mayor cantidad de hombres y armamento posibles. 

Pero... ¿por qué Moscardó decidió plantar cara a la República gobernada por el Frente Popular? Realmente es difícil saber que rondaba por la mente de este experimentado militar de, entonces, 58 años. Lo que es cierto es que el coronel tuvo varios desencuentros con el gobierno de Azaña, el cual eliminó los ascensos de muchos oficiales (entre los que se encontraba él) para evitar la saturación de mandos que se cernía sobre el ejército español. Aunque luego recuperó su cargo por antigüedad, parece que al oficial no terminó de gustarle del todo aquel atropello.

Fuera por ello o no, a mediados de julio Moscardó inició los preparativos para aprestarse a la defensa. Su primer objetivo fue hallar un edificio que sirviera como último resguardo en caso de que la ciudad fuera tomada. Sin dudarlo dos veces se decantó por el Alcázar de Toledo, una fortaleza de muros gruesos capaz de resistir cientos de disparos y que, además, estaba ubicada en una posición privilegiada que permitía a sus defensores controlar casi la totalidad del terreno colindante.
Vista del Alcázar antes del asedio

Efectivos para el combate

Una vez seleccionado el refugio, Moscardó llevó a cabo un recuento de los hombres a sus órdenes. El número final era, cuanto menos, insuficiente, pues disponía de unos 410 soldados de la guarnición de Toledo, 110 milicianos, y 90 hombres de diferentes procedencias. Pero, para su regocijo, a sus escasos efectivos se unieron también cuatro compañías de la Guardia Civil que, atendiendo a un plan secreto de actuación del teniente coronel de la benemérita Pedro Romero Bassart, se habían concentrado en los últimos meses junto a sus familias en la ciudad con la intención de refugiarse en el Alcázar.

De esta forma, el coronel pudo reunir en total unos 1.300 efectivos pobremente armados. «Moscardó disponía de un total aproximado de 1.200 fusiles y mosquetones, dos piezas de artillería de montaña de 7 cm, con sólo 50 proyectiles; 13 ametralladoras Hotckiss de 7 mm, 13 fusiles ametralladores de la misma marca y calibre, y dos morteros Valero de 50 mm con 50 proyectiles. A ello añadir 250 granadas de mano Laffite, 25 granadas de mano incendiarias y unos 200 petardos pequeños de trilita», añade el experto en su libro «Toledo 1936. Asedio y liberación del Alcázar». A su vez, en el edificio también se guarecieron más de 600 civiles entre mujeres y niños.

¡La munición no sale de Toledo!
Mientras Moscardó ultimaba los preparativos para su pequeña rebelión toledana recibió una llamada de la República, cuyos responsables aún desconocían sus intenciones e, incluso, seguían creyendo en su lealtad. Concretamente, se hizo saber al coronel que debía enviar a Madrid –en manos gubernamentales- toda la munición guardada en la Fábrica Nacional de Armas de Toledo.El oficial, que no tenía ninguna intención de deshacerse de esta valiosa carga, inició entonces un imaginativo juego en el que, durante tres días, inventó varias y variopintas excusas para evitar que la munición abandonara Toledo. De esta forma, Moscardó pretendía conseguir todo el tiempo que fuera posible antes de declararse en rebeldía. La mascarada duró hasta el 21 de julio, momento en que, después de que fueran descubiertas sus intenciones, se dirigió a la plaza de la ciudad para hacer oficial el estado de guerra. Es decir, la declaración de que la el gobienos frentepopulista era ahora el enemigo a batir. Desde ese momento ya no valían los preparativos ni las jugarretas, pues las tropas gubernamentales no tardarían en llamar a la puerta del Alcázar para conseguir la munición que reclamaban desde hacía varias jornadas.

Llega Riquelme
El mismo día de esta proclamación Moscardó dio órdenes de tomar posiciones alrededor de toda la ciudad. No obstante, los defensores tuvieron finalmente que retirarse hasta el Alcázar después de conocer que había sido enviada una columna gubernamental desde Madrid. De esta forma, las tropas republicanas pisarían definitivamente la ciudad toledana después de acabar con la sublevación que se había vivido en la capital.

Antes de su llegada, los sublevados tuvieron tiempo de llevar hasta el Alcázar los 700.000 cartuchos alojados en la Fábrica de Armas de Toledo, algo que les garantizaba disponer de munición durante un largo asedio. Por su parte ya no podían hacer más, así que se prepararon para defender la fortaleza a toda costa.

El coronel no rindió el Alcázar a pesar de las amenazas contra su hijo. Por su parte, y bajo la férrea premisa de acabar con la sublevación de Moscardó, llegó a la «Ciudad imperial» una columna republicana formada por unos 1.600 soldados acompañados por varias piezas de artillería de 105 mm y algunos vehículos blindados. Al mando de la misma se encontraba el general José Riquelme , un militar dispuesto a hacer valer su experiencia para terminar de una vez por todas, y lo más rápidamente posible, con aquella resistencia.

Con todo, y después de tomar algunas posiciones tácticamente determinantes, el general republicano trató en un principio de lograr la rendición de Moscardó apelando a su racionalidad. «Moscardó recibió varias llamadas telefónicas conminándole a la rendición y entrega de las municiones. De las últimas recibidas destaca la del propio (…) Riquelme, quien llamó desde Toledo preguntándole qué motivos había para la actitud adoptada contra el gobierno de la República, contestando Moscardó que la República estaba ahora en poder del marxismo y que consideraba deshonrosa e indigna la orden de entregar a las milicias rojas el armamento de los caballeros cadetes», añade Canales en su obra, editada por «Almena».

Ficha en dibujo del asedio al Alcázar de Toledo

«Di un viva a España y muere como un hombre»

Apenas un día después de que se produjera esta conversación, el 23 de julio, se vivió en el Alcázar uno de los episodios más famosos y difundidos a lo largo de la historia. En un intento de empujar a los defensores a abandonar la fortaleza, el jefe de milicias de Toledo contactó por teléfono con Moscardó para informarle de que tenía preso a su hijo Luis e informarle de que, si no rendía el Alcázar en diez minutos, el joven sería fusilado.

Al parecer, y según recogen los investigadores e historiadores Alfonso Bullón de Mendoza y Luis Eugenio Togores en su obra «El Alcázar de Toledo. Final de una polémica», Luis cogió el teléfono para demostrar a su padre que había sido capturado. Sin embargo, lejos de pensar en rendir su posición, Moscardó le respondió: «Si es cierto (que te van a fusilar) encomienda tu alma a Dios, da un viva a Cristo Rey y a España y serás un héroe que muere por ella. ¡Adiós, hijo mío, un beso muy fuerte!». Con todo, finalmente las tropas republicanas no materializaron sus amenazas y optaron por arrestar al joven.

Tras las intentonas republicanas de rendir el Alcázar sin combatir, empezó el sitio. Ya no había cabida para la paz y, como era de esperar, Riquelme ordenó el constante bombardeó de la fortaleza mediante la artillería de 105 mm y cuatro nuevas piezas de 155 mm. A partir de aquella jornada, raro fue el día en que los sitiados no recibieron decenas de descargas.


Las duras condiciones del asedio
Por su parte, los defensores tuvieron que hacer frente a la escasez de víveres, algo que les obligó, por ejemplo, a tener que matar a sus caballos para poder llevarse a la boca algo de carne. Al menos, eso es lo que ha quedado recogido en el «El Alcázar», un panfleto que, editado dentro de la fortaleza, era repartido a diario entre los defensores para mantenerles informados de lo acaecido el día anterior y elevar su moral.

«Anteayer, por la tarde, comimos un excelente estofado de carne de caballo, excelente en condimentación y en sí; carne sustanciosa y jugosa de blandura casi similar a la ternera fue despachada con júbilo y reconocimiento hacia los autores de la idea; nos dicen que escasísimos elementos, llenos de algún prejuicio imaginativo, tuvieron algún reparo; nada más lógico; el caballo es animal limpio y pulcro, al extremo de que ni come, ni bebe nada que no esté en las mejores condiciones; el género de alimentación, exclusivamente vegetal, hace que nada pueda justificar aquellos prejuicios; las condiciones de sabor y alimentación (valor nutritivo), superan las de la raza bovina; el aspecto natural es también mejor que el de las clases comunes de carne», explica el número de «El Alcázar» entregado a los defensores el 29 de julio.

El pequeño diario era utilizado además por Moscardó para dictar nuevas normas entre sus hombres: «También nos indican que se ponga cuidado en la provisión de agua, no cometiendo, si no abusos que nadie los comete, dispendios para otros menesteres que no los de la bebida; entendemos que dado el buen espíritu de todos será atendido ese requerimiento oficioso de un mando que siempre quiere ser paternal, pero que sabe ser militar y enérgico cuando las circunstancias lo requieren» se destaca también en el panfleto del 29 de julio.

A pesar de todo, y según declararon posteriormente varios supervivientes, la comida empezó a escasear rápidamente, lo que obligó a reducir repentinamente las raciones de carne a la mitad y racionar el agua a un único litro por persona al día. No obstante, algunos defensores llevaron a cabo diferentes salidas en las que consiguieron «requisar», sobre todo, trigo. Más que de alimentos, los sublevados se nutrían de la esperanza de que el Ejército de África –al mando del general Varela-, llegara hasta Toledo y les liberara.

Agosto, el mes del ingenio
Con el paso de las semanas, la situación se fue poniendo cada vez más fea para los dos bandos. Y es que, por un lado, los asaltantes sabían que las tropas de Franco podían caer sobre ellos si no acababan con el asedio rápidamente y, por el otro, a los defensores empezaban a escasearles varios productos de primera necesidad. De hecho, en aquellas jornadas más de dos docenas de soldados a las órdenes de Moscardó decidieron capitular y entregarse a las tropas asaltantes.

Mientras, los disparos de la artillería seguían resonando día tras día sobre las murallas del Alcázar como si se trataran de una siniestra banda sonora, aunque sin provocar muchas bajas. De hecho, Moscardó tuvo que hacer uso de su panfleto diario para establecer unas normas básicas de higiene, pues sabía que las enfermedades podían ser una de las pocas causas que acabaran con sus tropas.

«Se nos ruega que hagamos unas ligeras indicaciones sobre motivos de higiene (…) Precisa un celoso cuidado el no realizar las evacuaciones fuera de las letrinas; todos debemos erigirnos en vigilantes y propugnadores de esta medida elemental de higiene, que de no adoptarla a rajatabla tendría consecuencias funestas e incalculables con respecto a la salud de todos, mucho más temibles que las que puede originar el fuego enemigo, y las razones son tan elementales y claras que no vale la pena enumerarlas», señalaba el diario «El Alcázar» del 3 de agosto.

Los republicanos, por su parte, y a sabiendas de que la toma del Alcázar de Toledo suponía dar una imagen de poder a nivel internacional, trataron por todos los medios de acabar con los hombres de Moscardó. Así, durante este mes intentaron, entre otras cosas, incendiar el edificio, volar la cocina de la fortaleza para evitar que se pudiera hacer la comida e, incluso, lanzar gases lacrimógenos contra los sublevados.

«Al parecer, llegaron a Toledo en estos días dos representantes franceses de una empresa de productos químicos (gases de guerra, según dice literalmente el informe de la Columna de Toledo) que había ofrecido al gobierno de la República su empleo como posible solución al asedio al Alcázar», destaca Canales en su obra. Para desgracia republicana, ninguna de las ideas dio sus frutos.

Pero, lejos de desmoralizarse, los sublevados pronto renovaron sus ánimos, pues recibieron mediante un correo aéreo varias cartas de Francisco Franco informándoles de que pronto serían liberados. Instados a la defensa, los soldados ocuparon sus posiciones con más esperanzas que nunca.

Finalmente, y ante la imposibilidad de tomar la fortaleza por la fuerza, la República decidió en Consejo de Ministros iniciar la construcción de dos minas bajo el Alcázar. La idea gubernamental consistía, concretamente, en llenar de explosivos los conductos subterráneos para volar el edificio en su totalidad y, así, acabar de una vez por todas con la resistencia de los hombres atrincherados en su interior. A su vez, se intensificó el cañoneo sobre el Alcázar, cuya fachada norte, muy debilitada, terminó derruyéndose.

Una mala explosión
Con la llegada de septiembre los defensores contaban ya los 41 días dentro del Alcázar, sin duda un largo período tanto para los nacionales como para las tropas gubernamentales. Estos últimos parece que decidieron cambiar de estrategia con el comienzo del nuevo mes pues, antes de detonar las cargas explosivas que habían preparado, enviaron a un emisario para tratar, por última vez, de convencer a los hombres de Moscardó de rendir la fortaleza.

Este cometido fue puesto en las manos de Vicente Rojo, el cual no solo no consiguió que se rindiera el Alcázar, sino que volvió a la base con una petición de Moscardó. En ella, el coronel solicitaba a los oficiales republicanos el envío de un sacerdote para que bautizara a dos niños que habían nacido durante el asedio y diera una misa en la fortificación. El elegido fue el padre Camarasa quien, a sabiendas de que los sitiadores pretendían volar el edificio, les absolvió de sus pecados antes de partir.

Cuando el 18 de septiembre acabaron los trabajos de construcción de la mina, todo era optimismo entre los republicanos. Tal era la confianza en el plan de asedio que el mismísimo presidente del Gobierno Largo Caballero acudió a ver la operación. Y no fue sólo, sino que llevó consigo a un gran séquito de periodistas internacionales para que, en primera persona, advirtieran como la República acababa con aquella sublevación.

«Las gestiones para lograr la rendición de los sitiados, o al menos la evacuación de mujeres y niños habían sido infructuosas, el Ejército Expedicionario de Varela avanzaba por el Tajo… el viernes 18 de septiembre de 1936, tras media hora de bombardeo artillero, a las 6:31 de la mañana una mano desconocida activó el mecanismo eléctrico que produjo la explosión junto a los sótanos del Alcázar de dos minas cargadas con aproximadamente 2.500 kilos de trilita cada una de ellas», añade el autor español en su obra.



El asalto final

Unos segundos después de accionar las palancas de los detonadores, una ensordecedora explosión encogió los corazones de todos los allí presentes. Tras disiparse el humo, los asaltantes observaron que el torreón suroeste y la fachada oeste habían quedado convertidas en una pila gigantesca de escombros y cenizas. Era el momento de hacer sangrar a los sitiados.

Después de la explosión, comenzó un asalto masivo por parte de 4 columnas republicanas (unos 2.500 soldados). Sin embargo, lo que no sabían las tropas gubernamentales es que se dirigían a una trampa mortal provocada por la explosión que ellos mismos habían llevado a cabo.

Fue un desastre. La primera columna, la cual pretendía avanzar por el lugar en el que habían hecho explosión las minas, se encontró con que la detonación había creado un gigantesco cráter casi impracticable. Sus vidas estaban sentenciadas ya que, en cuanto intentaron atravesar esta gran abertura, fueron tiroteados a placer desde la parte superior de las ruinas del Alcázar.

Tampoco tuvieron demasiada suerte las tropas que trataron de asaltar la zona sureste y oeste del edificio, pues recibieron una ingente cantidad de fuego de fusilería por parte de los defensores. Únicamente las fuerzas que atacaron la fachada norte lograron poner los pies sobre el suelo del Alcázar, pero, ante la falta de refuerzos, terminaron cayendo frente a los sublevados en un sangriento intercambio de balas. Ni siquiera los vehículos blindados pudieron modificar el resultado de la batalla, pues los escombros redujeron drásticamente su capacidad de movimiento.

A las pocas horas, una vez que se disipó el humo de la artillería y los fusiles, el panorama era dantesco. Y es que, aunque los defensores habían considerables bajas (aproximadamente 60) el asalto no había conseguido su objetivo. Tras el catastrófico asedio, los republicanos volvieron a su plan original: bombardear con artillería el Alcázar hasta reducirlo a cenizas.

Llega Varela
No obstante, la situación había tomado ya un rumbo inamovible y, aunque en los días posteriores los republicanos trataron de asaltar el Alcázar, fueron rechazados de nuevo. Finalmente, y después de decidir desviarse a costa de no presionar Madrid, las tropas de Varela llegaron a las inmediaciones de Toledo el día 28 y, para felicidad de los sitiados, liberaron la fortaleza.

Mientras, las tropas gubernamentales decidieron retirarse para evitar ser atrapadas entre dos fuegos. Había acabado la batalla por el Alcázar de Toledo, y lo había hecho con más de 90 fallecidos por el bando nacional y una cantidad imposible de cuantificar por parte del ejército gubernamental.

Después de la liberación se vivió, al parecer, el último suceso destacado y que aún resuena en el imaginario colectivo. Cuando Varela visitó las ruinas del edificio que había cobijado a los sublevados durante más de 70 días, Moscardó no lo dudó e informó con la siguiente frase: «Mi general, sin novedad en el Alcázar». Por este heroico se le concedería a Moscardó la más alta condecoración española al valor, la Cruz Laureada de San Fernando.

El general Moscardó,  aún con barba, refiere a Franco y al general 
Varela -en el centro- los detalles del asedio al Alcázar de Toledo. 

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